Por Cristina Ramírez León |
Desde niño, Rafael Chamorro ha buscado el color más allá del tubo de pintura. En la playa, recogía semillas, conchas, objetos arrastrados por el mar. Ya entonces construía instalaciones sin saber que eso hacían: pequeños altares espontáneos en la finca de su abuelo. Era una intuición temprana, una certeza silenciosa de que el arte no era algo que se adquiría, sino que emergía de lo cotidiano, del encuentro con su propia mitología.